23 de abril de 2024

Emociones, novedad y sonido: las primeras radiodifusoras comerciales

Muy pronto el “interés científico” por la radio se disolvió para dar lugar a nuevas certezas: México era un filón por explotar, ya no como una curiosidad que algunos personajes, embargados de fiebre de progreso, ofrecían como asunto de excepción o como mero pasatiempo que echaban a andar de manera temporal. Pero, vistos los alcances del invento, no fueron ni uno ni dos los que llegaron a la conclusión de que, como negocio, como fuente de entretenimiento redituable y como herramienta para consolidar la fama pública y ciertas actividades políticas, la radio sería un éxito

De aquellas primeras transmisiones del México posrevolucionario, en los días en que Álvaro Obregón empezaba a ser presidente, quedó en entusiasmo, y la comezón de los nuevos proyectos, esa que incordia a los seres humanos con talento para los negocios, empezó a extenderse por la ciudad de México. Cualquiera con habilidad para vender y promover se daba cuenta de que, con creatividad y constancia, la radio podía volverse una maravilla comercial. Y es que, ¡había tantas ideas fantásticas que hallarían materialidad en ella!

Sin embargo, no fue en 1922, sino hasta 1923, cuando se empezó a hablar en México de estaciones comerciales de radio.

Poco a poco empezar a aparecer esas primeras estaciones. No todas harían huesos viejos en tierra mexicana, pero algunas estaban destinadas a gozar de una larga existencia, y el surgimiento de aquellas pioneras contagiaría de entusiasmo al Estado mexicano, que acabaría sumándose a eso que, en algún momento, empezó a conocerse como el espectro radiofónico.

Pareció natural que la prensa pensara en la radio como en una extensión natural a sus labores informativas. Eso explica que, de las estaciones más trascendentes en términos culturales y de entretenimiento, dos estuvieran relacionadas con periódicos: una, la de El Universal Ilustrado, que se inauguró el 8 de mayo de 1923 y que se conocía como la CYL, y la del vespertino El Mundo, inaugurada el 14 de agosto de ese mismo año, y que, aun cuando era una estación pequeña, como cuadraba, de algún modo, a un periódico que peleaba con uñas y dientes por competir con los diarios matutinos, más grandes y con más recursos, estaba decidida a hacerse un lugar en el nuevo escenario que empezaba a construirse.

Como la emoción y la fiebre por el radio empezaba a ser cosa seria, en junio de 1923 se llevó a cabo, en el Palacio de Minería, una Feria del Radio, que inauguró el presidente Álvaro Obregón. Ahí fue cuando empezó a destacar uno de los proyectos radiofónicos más importantes del momento, el promovido por la próspera y famosa empresa cigarrera El Buen Tono. Quienes visitaron aquella Feria del Radio, pudieron conocer lo que se empezó a llamar la Estación Radiotelefónica del Buen Tono.

Si algo tenían en El Buen Tono, era un formidable departamento de publicidad, que los hacía conocidos en toda la ciudad de México, y en buena parte del país- El Buen Tono producía muchos y variados tipos de cigarros: para señoras y señoritas, para jovenzuelos y para caballeros: eran diestros en el diseño de empaques, estuches y vitolas de bello aspecto, que se volvían una tentación para los coleccionistas de curiosidades, y todos sabían, para 1923, que era El Buen Tono quien se había anunciado por medio de un bonito dirigible que asombraba a la entonces pequeña y sufrida ciudad de México, y tenía un conocidísimo quiosco de venta en la Alameda Central. Hasta mandaba a insertar en los periódicos historietas simpáticas, patrocinadas por la cigarrera.

Todos aquellos recursos publicitarios inducían con mucho éxito el consumo de los productos de El Buen Tono, de modo que a nadie extrañó, y más bien todos los presentes celebraron, que, al pasar el presidente Obregón por el stand de la compañía cigarrera, simpáticas edecanes le ofrecieran la nueva marca de cigarros “Radio”. A la vuelta de tres meses, el 15 de septiembre de 1923, la Estación Radiotelefónica de El Buen Tono se inauguró formalmente, y operaba con las siglas CYB.

Así se empezó a construir un mercado. Los propietarios de las radiodifusoras debieron invertir esfuerzo y dinero para mejorar la rentabilidad de los nuevos proyectos, y en ocasiones se apoyaron en los negocios previos que poseían.

Hacerse de un radio no era barato. Es cierto que empezaron a proliferar negocios que vendían los aparatos receptores, los bulbos sin los cuales aquellos artefactos no podrían funcionar, las antenas indispensables y cables. Pero se necesitaba un ahorrito decente para comprar el aparato del momento: un radio podía costar, el más barato, unos 13 pesos, pero había modelos carísimos, ¡de 800 pesos!

Por eso, las empresas propietarias de las radiodifusoras empezaron a aplicar los trucos y recursos que ya conocían, para reforzar el mercado radiofónico. El Buen Tono, se atrevió a diseñare una planilla, donde los audaces pegarían las etiquetas que aparecían en algunas de las marcas de cigarros más costosas que producían. Si el tenaz llenaba la planilla de Elegantes Número 12, Radio o Primores, no tenía más que apersonarse en las oficinas de El Buen Tono, a una cuadra de la calle del Ayuntamiento, presentarla, y ¡se llevaría un aparato receptor de radio!

No queriendo ser menos, y convencido de que el asunto iba a ser redituable, el director de El Mundo, un audaz periodista que se llamaba Martín Luis Guzmán, ofreció a todo aquel que se suscribiera al diario, a razón de quince pesos el semestre, que recibiría de obsequio ¡un aparato de radio! para que escuchase la programación de la emisora, que operaba los martes y los viernes, a partir de las 7 de la noche, y no solo eso; también se podía acudir a ver las transmisiones en vivo, en el número 9 de la calle de Rosales, donde estaban las oficinas y los talleres del periódico. La estación del Buen Tono operaba desde la Plaza de San Juan.

LA LOCURA RADIOFÓNICA

Poco a poco, la emoción por la radio empezó a tomar tintes peculiares. Hubo, naturalmente, apasionados por el nuevo medio del mismo modo que antes los hubo por el cine o por los fonógrafos o “máquinas parlantes”. Los cartonistas de aquellos días se dieron vuelo mofándose de aquellos o aquellas que, embebidos por las transmisiones, que lo mismo eran de música en vivo que de charlas instructivas, dejaban que se cayera el niño o se quemara la sopa, porque nada era tan importante como estar pegado o pegada al aparato receptor.

Proliferaron los “experimentos” radiofónicos. En ese mismo año, el diario Excelsior dio cuenta de la primera vez que se transmitió música en vivo por la radio: ocurrió nada menos que en “la Casa de Sanborns”, que hoy todo mundo conoce como la Casa de los Azulejos. Aquello fue un éxito, pues no bien se dejaron escuchar las primeras piezas, los residentes de pueblos cercanos a la capital, como Mixcoac, San Ángel y Coyoacán, llegaron llamadas telefónicas de radioescuchas exaltados, que contaban cómo la claridad y la nitidez del sonido eran extraordinarias.

En fin, que muchos de los jóvenes periodistas del momento empezaron a escribir -y a quejarse de vez en cuando- acerca de la radio. Talentos como Carlos Noriega Hope o Salvador Novo advirtieron que, en adelante, los mexicanos habrían de habituarse -y a resignarse- a que la radio llenara todo hueco en su existencia, porque no habría salón, bar, fumadero, cantina, restaurante u hogar, a donde no llegaran las ondas radiofónicas con palabras, con discursos, con música, con lo que fuera, pero ya nunca más se iría. La radio impactaría todos los rincones de la vida humana: hasta la expresión literaria, Se llegaría a saber de uno de los jóvenes y extravagantes escritores del estridentismo, Luis Quintanilla, que solía firmar como Luis Kin Taniya, autor de “Poemas Radiofónicos”, que no necesariamente eran para que se transmitieran por radio, sino porque tocaban todo eso que era la radio: energía, electricidad, modernidad, novedad.

Tenían razón los periodistas de hace cien años. Tanto así que, poco antes de tirar la toalla en la Secretaría de Educación Pública, José Vasconcelos dejó la iniciativa de crear una estación de radio perteneciente al gobierno mexicano, que la utilizaría con fines educativos. Se tardaron un rato en recuperar la idea, pero en noviembre de 1924, empezaron las transmisiones de la CZE, que, sería el antecedente de lo que los mexicanos conocemos hoy como Radio Educación.

Por cierto, de aquellas primeras radiodifusoras, una sobrevive hasta la fecha: la CYB, que luego se conoció como la XEB, “La B grande de México”, cumple 99 años por estos días.